T Ó T E M

PRIMERA PARTE

 

Los veintiocho hijos de José Carmen sabían que con su muerte comenzaba un mito que iba a traspasarlos. Todos giraban en torno de la vieja casona, para un lado y para el otro como un manojo de enloquecidos péndulos de un reloj que era como un sabino que era como el lago de la presa Brookffmann que era como los álbumes fotográficos familiares cerrados siempre con candados afrancesados cada vez más difíciles de operar por la herrumbre del tiempo.

José Carmen vivió como pudo. Pero supo vivir sus 114 años a plenitud. La pasión fue su divisa, dominó todos sus actos. Pero era, si vale decirlo de tal modo, una pasión cerebral, intensa: como un caudal que se mantiene con gran fuerza pero siempre al borde sin derramarse de sus límites.

"Sólo con pasión se puede haber tenido cinco mujeres de tiempo completo y este fajo de hijos que tanto amo", decía en sus últimos años, arriscándose el tupido bigote rubio y haciendo retumbar el eco de su voz en aquella barriga que pujaba contra sus chalecos campiranos.

Desde las primeras horas de aquel uno de noviembre, a unos cuantos minutos del deceso de José Carmen, la movilización en el rancho La Rosa había ido en aumento hasta convertir una fecha tan significativa, previa al Día de Muertos, justo para preparar el velorio casero, en lo más parecido a una romería.

En la cocina de la casa familiar se juntaban las mujeres. Había por ahí uno que otro chamaco. Ellas se trompicaban ordenando que mataran otras gallinas. "Con esas no será suficiente", -imprecaba Cristina. Mientras Leonor, más reposada por los años, personalmente supervisaba que tostaran el café y que: ... "Sea precisamente del de Ixtapan; no lo vayan a revolver con el otro, porque sería una porquería...". Concluía diciéndole a la vieja Imelda que lloraba por la muerte del señor, de Don Carmen, acaso con más fruición y sentimiento que los hijos.

Los varones no estaban en la casa. Aunque ya ninguno, desde hace varios años, vivía con José Carmen, todos se habían congregado desde el mediodía en La Rosa, provenientes de tres lugares, principalmente: El Oro, Toluca y la capital del país, excepto Serafín, que siendo el último que dejara la casa paterna, tenía una herrería de altos vuelos en Ixtlahuaca. Ahora ninguno estaba porque se habían repartido comisiones: unos, a avisar a caballo, a los parientes más cercanos de las poblaciones aledañas que no contaban con teléfono; otros, a comprar unos bidoques de aguardiente para el velorio; los demás, a ultimar detalles en el papeleo de la iglesia y del panteón; para que todo quedara listo al día siguiente.

Los parientes, en tanto, seguían llegando. Años después, a la muerte de José Concepción, el mayor de todos los hijos, la escena se iba a repetir, decantada por los años que irían convirtiendo en fantasmal el brillo familiar que, sin saberlo, enterrarían casi del todo ese dos de noviembre, en el Panteón de la Vírgen del Carmen, con el vetusto jefe familiar.

La familia Marín era como únicamente dos o tres familias de la región. De cepa aristocrática, hacendados de descendencia, con buenos niveles generales de cultura y buen gusto; distinta en cambio por sus acendradas actitudes tribales que les reconocían todos los pueblos de la zona y les llevaba a manejarse, cuando era necesario, como una maquinaria en pos de un objetivo prefijado, obsesivamente.

José Carmen, nacido en San José del Rincón en 1838, había culminado sus días, a tan elevada edad, viudo por quinta vez. Pese a que antes de sus tres últimos matrimonios, tal vez avergonzado porque solía casarse con mujeres muy jóvenes, demasiado jóvenes para la convención, explicaba a todo mundo que "reincido, únicamente para poder guardar mi vejez con decoro, sin soledades irremediables, que más llamen a la lástima y al tedio, que a la vida; la vejez, aunque rescoldo, aún es fuego, es vida y merece respeto y compañía...".

Cinco habían sido sus esposas. Tres de ellas hermanas, las Garduño: Áurea, Ensoñación y Refugio. De modo que 19 de sus hijos, fruto de esas uniones, llevaban los mismos apellidos y eran, en realidad, de una consanguineidad -como medios hermanos y primos hermanos- que alimentaba con atingencia la tribal fama del clan, decorada por el tremendo parecido que se daba entre todos ellos, incluídos los restantes 9 hijos, que José Carmen procreara con Isabel Corona y con Santa Gómez, en una fecunda tercera edad que dejaba materia de sobra para los decires en el fogón en la tertulia de las viejas, o para la incidencia ponzoñosa de sus congéneres en el Bar Tolo, la cantina del pueblo, que era, en el colmo de la chatura imaginativa de don Bartolo Íñiguez. Lugar de enorme importancia en San José del Rincón, porque no había fortuna o desgracia que no fuera decantada por ese ambiente, el más democrático del lugar, puesto que a él acudían lo mismo ricos que pobres, analfabetos que hombres de letras, ateos o el mismo cura del pueblo, Adelfo Zamarripa, que no dejaba escapar por lo menos un mes sin echarse un tequila con sangrita y jugar con los parroquianos una mano de dominó.

-Somos líderes del mismo pueblo, Don Bartolo, -decía sonriente el chapeteado cura cuando llegaba a la cantina del pueblo.

-Eso sí, -decían las mojigatas del pueblo-, nunca va con sotana; para ir allá se viste de civil.

A lo que replicaban los liberales, encabezados por Matías: No irá con sotana, pero un día nos va a llegar con una fulana, y entonces sí no van a saber si ir al infierno a rezar, ¡viejas mochas!

Pero tanto Matías como Jeremías, Abel ó Caín, los únicos liberales de cepa de San José del Rincón, tanto que conformaban la logia masónica del pueblo, llegaban a jugar con Don Adelfo sin conflicto de por medio. Acaso, de cuando en vez, se soltaban una que otra pulla ideológica o histórica, pero los involucrados la tomaban con tan olímpico espíritu que se decía entre los integrantes de las numerosas agrupaciones religiosas de la comunidad que la cantina era como la Torre de Babel.

Incluso hubo una ocasión, entre ahorcamiento de la mula de seises al padre Zamarripa de parte de Matías y Caín y advocaciones bíblicas del afectado que hacía pareja con Ponchito -un comerciante en textiles, cuasienano y charlista irredento- en que la masonería y la iglesia, que era lo mismo que decir casi todos los ahí reunidos, armaron un comité para rescatar de un prostíbulo de Zitácuaro a Catalina, la hija de Ponchito. El comerciante se había abierto de capa y había contado cómo, en ocasión de la feria del poblado, en julio pasado, los empresarios del palenque, un matrimonio de regordetes, se habían llevado consigo a Catalina, aparentemente para hacerla parte del equipo de trabajo que recorría extensa zona del país con gallos y cantantes, de fiesta en fiesta. Pero no había sido de tal modo. Era un engañifa de los Gómez, que así se apellidaban quienes en realidad resultarían a la postre brillantes, viles, tratantes de blancas. Unas vulgares fichas.

Precisamente se trataba de que Catalina dejará de fichar. Y no se crea que el cura Adelfo Zamarripa y la cuarteta masónica compuesta por Matías Mondragón, Jeremías González, Caín Contreras y Abel Salgado, luego de su pacto acudieron a la policía o cosa que se le pareciera. De ninguna manera. Un buen día: -Eso sí, sólo puedo entre semana, para dejar a cargo del changarro al vicario-, había advertido Zamarripa; ese buen día era jueves, en un vehículo que les consiguera Ponchito Sierra y que condujo Caín, se dirigieron a Zitácuaro en pos de una misión que se miraba contra la corriente.

Catalina es hoy la madre superiora de la órden de las monjas de Lourdes. Muchos en el pueblo no tocan el tema de sus orígenes; es tabú. Otros, los más jóvenes, desconocen la historia. Aunque, como en todas partes, no falta la maledicencia que recuerda de dónde fue sacada por esa coalisión de jacobinos y el líder religioso de San José.

Ponchito, desde aquél remoto entonces, es fiel del Bar Tolo. Predica además un respeto a la pluralidad política, religiosa e ideológica que ralla en doctrinal. Y locuaz y dicharachero en su charla, se ha encargado de tejer en torno al sitio de reunión un halo de salud y dicha, de ecumenismo, que no descubren quienes, atraídos por las promociones de Sierra, llegan a tomarse ahí, muy al estilo de la región, cuando es verano y el estío arrecia, una cerveza helada, diciendo:

-Me da una tres taches, bien helodia.

++++++

*********

Cuando José Carmen casó por primeras nupcias, con Áurea, que frizaba apenas por los 14 años de edad, él ya tenía 27. Poco tiempo tenía de haber regresado de la capital, a donde había estudiado el señorito, como le decían las sirvientas y los peones y caballerangos que trabajaban en la hacienda de Don José Trinidad, su padre. Él fue el único hijo y por ello, mientras paseó su adolescencia en el rancho, y su primera juventud en la ciudad de México, recreaba en su mente la posibilidad de tener una familia numerosa. María Concepción Espinoza de los Monteros y Fernández, conocida por todos como Mariquita, su madre, murió en un ataque de influenza que asoló los estados de México y Michoacán a la mitad del siglo XIX.

José Carmen estudió en la Escuela de Derecho de la insigne Universidad Nacional. Pero sólo fue de manera oficial, porque a la escuela iba muy poco, cada vez menos, conforme fue perdiendo el afecto a la jurisprudencia mientras se metía cada vez más en los ambientes bohemios de la capital del país. Conoció en esos círculos lo mismo a vates de un impresionante talante que hablaban de las corrientes y autores europeos en boga, en medio de libaciones báquicas de rompe y rasga -como se decía en aquellos años- que a connotados liberales y famosos conservadores que rumiaban sus disquisiciones políticas al interior de esos ámbitos en donde, desde luego, no faltaban nunca las mujeres de grande atractivo. Lo mismo algunas de fama resguardada y cubierta de dones familiares que hablaban de alcurnia económica y raigambre sangíneo, que aquellas de la vida galante, en veces hasta mejor provistas físicamente que las primeras, que no dudaban ni un ápice en burlarse de los pendones de aquellas y entregarse sin reparos a violentas pasiones con casi todos los asiduos a las tertulias que se desataban sin menosprecio del día que se tratara, pero con mayor vehemencia y asiduidad, como era natural, los fines de semana.

José Carmen volvió a San José del Rincón en 1865. Un año después ya era el marido de Áurea, y vivían en una prolongación de los terrenos paternos, que le cediera Don José Trinidad, ubicados muy cerca de San José, en las inmediaciones de La Rosa; terrenos altos, boscosos, de oyamel, conocidos como Las Palomas, porque ahí, precisamente en esas frondas montañosas, las mariposas Monarca, hacían año con año, su refugio temporal, huyendo del helado invierno canadiense; de manera que esas tupidas cúspides de los cerros preñados perennemente de oyameles, era el habitat de esos bellos insectos que encontraban en ellos su alimento y casa resguardo.

La gente llamaba las palomas, a esas mariposas, por creer que ellas en realidad eran una especie de la naturaleza, con dotes sobrenaturales, puesto que, creían, las mariposas, ó palomas, eran realmente las almas de los fieles difuntos que volvían del más allá, para reunirse con sus seres queridos, de ahí que no fuera casualidad, pregonaban que esa creencia desde tiempos prehispánicos simplemente se confirmara, a la conquista e invasión de los españoles, que ya impuesta su religión, hicieron notar que las Monarca llegaban a suelo mexicano, precisamente en épocas de los Fieles Difuntos, a inicios de noviembre, año con año, para irse al llegar la primavera ya desatada la mutad del mes de marzo.

En Las Palomas precisamente, Áurea y José Carmen procrearon a sus hijos: José Concepción -que iba a ser llamadodesde adolescente, por bien ganados atributos de su carácter, Chon el Diablo-, a Elodia, a Leonor, a Camerina, a Ángela, a José Trinidad del Sagrado Corazón de Jesús -que acaso por su nombre, como marca de establo, terminó como monje carmelita descalzo, aunque luego se le descubrieran, por los lindes del Valle de Bravo, sus secretos amoríos con una bella criolla, y el fruto de ese lujurioso desvarío, tres hijos; el descubrimiento acarreó la tajante órden de los superiores monacales, y del episcopado, para enviarle ipso facto a Puntarenas, en Costa Rica-, a Cándida y a José Francisco. Ocho hijos que fueron el inicio de una dinastía que había sido pensada, desde las soledades adolescentes, por José Carmen.

Ahora, en su velorio, poco a poco se desgranaba, como una mazorca grande de lechosos dientes, grano a grano, la presencia de esos y los demás hijos que hacían suya la concepción tribal del hombre recostado boca arriba, con un sonroso en la piel que desdecía de su edad y de su muerte.

José Carmen había muerto, según dijeron los médicos que llegaron sólo a dar constancia del hecho, a consecuencia de un enfisema pulmonar y una complicación cardíaca. No obstante, en los corrillos de las mujeres del pueblo, se decía con insistencia que falleció a causa del excesivo uso del sexo. La voracidad lujúrica del personaje había llegado a extremos míticos. Comentaban que, aún viudo -o mejor dicho, por eso mismo- se daba sus mañas el centenario sujeto para arropar, todas las noches, entre sus brazos, a algunas jovencitas que le hacían llegar sus fieles sirvientas de toda la vida, Imelda a la cabeza, para que no pasara fríos y seniles insomnios.

El mismo José Carmen ayudó a inflar el mito cuando, dicharachero, hacía constantes referencias copulares para hablar de cualquier tema. Además, difícil era, encontrar a alguien en la región que no lo hubiera visto dando una palmadita o una franca nalgada a las adolescentes del poblado. Nunca, pese a ello, tuvo reclamos por parte de novios, hermanos o padres de las protagonistas. Sabían muy bien que el hijo de José Trinidad había heredado la costumbre paterna de traer la pistola consigo las veinticuatro horas del día. Por las noches, uno y otro lo hicieron toda la vida: colocaban el arma bajo la almohada.

-Las armas son pendejas en manos de peligrosos, decía José Trinidad.

Y José Carmen repetía en voz alta, para que lo escucharán todos, sin excepción:

-Nunca hay que desenfundar la pistola si no se tiene la certeza de usarla, y de hacerlo, no se debe fallar, ¡no!, es más caro pagarle a la justicia un herido que un muerto.

Paradójicamente, nunca se supo que hubiera sido precisado a lanzar un balazo en contra de alguien. Las balas que padre e hijo quemaron, que fueron muchas, se gastaron en el tiro al blanco, en la huerta de Clotilde, prima de José Trinidad. Ese escenario fue lugar de pendencias deportivas por más de un siglo. Para Clotilde resultaba un agasajo recibir a los parientes que afinaban puntería. Para tales efectos mandaba matar un borrego, o un puerquito, o cuando menos, una media docena de guajolotes. Su vastedad en la comida y su prodigalidad para ofrecer buenas bebidas eran pendón que paseaba con orgullo al interior de las consejas familiares.

Clotilde tenía un niño. Era madre soltera. Pero había llevado con una dignidad impresionante lo que, a ojos del vecindario, era pecado. Llegó un momento, dedicada toda su vida a Manuel -el bastardo, hijo de un aventurero español que llegó a San José del Rincón a poner un tendajón, la enamoró, le hizo el hijo a Clotilde y se fue huyendo de la responsabilidad, a quién sabe dónde-, que propositivamente no hablaba a los demás de otra cosa que no fuera su orgullo -como decía ella- de ser padre y madre al mismo tiempo, sin fallar en ambos papeles. La prueba inefable -subrayaba- es la inteligencia y salud física y mental de Manuel que, por otra parte, años después se haría torero, en contra de la voluntad de la madre que conoció, sin jamás haberlo comentado a Manuel, que Nicandro, el tendero gachupas, fue torero en Andalucía por más de una década.

-Es la sangre que llama con tanta fuerza, capaz de vencer distancias y épocas, como para traspasar voluntades y marcar destinos -decía Rita, la comadrona del pueblo, al platicar del asunto con Clotilde.

Rita, partera que trajo al mundo a cuando menos dos generaciones de rinconenses, también era madre soltera. Ese elemento en común las había hecho muy amigas. Además, como si fuera poco, eran vecinas. Rita tenía gemelas. Rosa y Ana, enanas, hijas de un trapecista que tuvo suficiente con dos semanas de estadía del circo en el poblado para enamorarla, preñarla y seguir su indefinido periplo infinito. Por eso con Clotilde hubo una suerte de asociación para crear un halo defensivo en torno de ambas y cada una. La mutua comprensión de sus destinos de mujeres abandonadas, y del indefectible llamado de la sangre a que se refería La Cigüeña -como le decían los jóvenes de la comunidad-, se hizo indisoluble lazo cuando, al inicio de la década de los sesenta, las mellizas huyeron con el circo que pasaba por San José. Ellas, al igual que Manuel, no habían sido informadas de la actividad de su padre, ni de su nombre siquiera. Pero estaba escrito que culminaran su vocación ancestral trabajando en una carpa, así no fuera en el mismo circo del padre que, por otra parte, nunca supo ni siquiera que Rita hubiera incubado en su vientre fruto alguno del único encuentro carnal, en el coro del templo, mientras se sucedía la misa dominical de las doce del día que solía congregar a prácticamente todo el pueblo.

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 6, 2020 a las 9:29pm

¡Gracias muy estimado Ernesto!

El carro triunfal, Rubens.


DIRECTOR GENERAL
Comentario de Ernesto Kahan el febrero 6, 2020 a las 9:48am

Muy humorístico e interesante. Su lectura está muy bien tramada.

FELICITACIONES


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 5, 2020 a las 10:02pm

¡Jajajajajaja,...estimado Nolbert, ahora sí me hiciste reir; yo bien conocí a mi bisabuelo y era mujeriego en cuanto a su fidelidad a la mujer en turno, fueran esposas legales -a las que les era siempre fiel- o sus aventuras -por momentos en que quedaba viudo- y pretextaba que "solo es para no pasar frío en la espalda...": gracias por tu lectura y comentario que está muy en el tono del relato...!

Quetzalcóatl.


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 5, 2020 a las 6:01pm

¡Gracias querido Hugo Mario; Waldo Leyva es muy amigo mío pues hubo un tiempo en que fue agregado cultural de la Embajada de Cuba en México; y muy seguido viene por acá; incluso hemos sido jurados en Mérida, Yucatán y en Chetumal, Quintana Roo de concursos intenacionales de poesía y cuento!

Pues no te quiero entretener querido Hugo, pues acabo de subir la tercera parte...

Gracias por los saludos familiares.

Bandera monumental, Laura Vázquez, acuarelista mexicana.


PRESIDENTE HONORARIO
Comentario de Nolbert el febrero 5, 2020 a las 12:27pm

Felicitaciones, amigo Benjamín, por esa entretenida biografía de José Carmen.

He disfrutado de sus aventuras, pero lo que más me llamó la atención fue

su edad, y cómo lo logró. Parece que el sexo alarga la vida, no se puede ser 

tan casto si quieres vivir muchos años. Yo apenas me he casado una sóla vez,

pero ya empiezo a pensar si me caso otras tres.

Recibe un abrazo cordial.


POETA DE PLUMA
Comentario de Hugo Mario Bertoldi Illesca el febrero 4, 2020 a las 9:42pm

¡Qué maravilla de fotografía la del atardecer en La Habana, querido Amigo! ¡Gracias a ti y a Waldo Leyva, ese poeta y pintor cubano que tuvo el buen tino y la fortuna de presionar el obturador en instante oportuno! Abrazonrisas y mis buenas energías para ti, Emiret y las mascotas de la casa, que nunca rechazan los mimos extrafronterizos. 

P.S.: ya estoy acomodando almohadones para leer la segunda parte. ¡Bravo, mi cuate! 


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 4, 2020 a las 9:31pm

¡Qué bueno que así sea, estimado Ernesto!

Ya subí la segunda parte; serán seis...

Y espero sea agradable y continúe atrapando a lectores tan sui géneris como tú.

Confusión.


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 4, 2020 a las 9:07pm

¡Mi estimado Hugo Mario, como seguramente ya leíste el cuento forma parte de mi acervo familiar, lo que llamo mi Macondo, en el entendido de que todos los latinoamericanos tenemos un Macondo en cada una de nuestras familias...; gracias por tu lectura y qué bueno que la has gozado...continuará...la he dividido en seis partes a la manera de los relatos decimonónicos para facilitar su digestión óptima!

Atardecer en La Habana, Cuba, fotografía del poeta y pintor Waldo Leyva.


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el febrero 4, 2020 a las 6:02pm

¡Gracias querida Aimée; el cuento forma parte de mi libro "Patíbulo de banqueta", único libro de cuentos de mi producción personal; es la historia, de un personaje real, mi bisabuelo, a quien tuve la fortuna de conocer por haber sido su primer bisnieto, hijo de su primera nieta -Guadalupe, mi madre-; nieto de su primera hija -mi abuela Elodia-; el hombre en la vida real tuvo 28 hijos con cinco mujeres, nunca se divirció, quedaba viudo por cuatro ocasiones, hasta que murió dejó a una viuda, su quinta mujer!

Cuando me conoció, me llamó "Urbanito" y siempre me dijo así puesto que yo vivía en la ciudad y en en el campo su Hacienda "La Rosa". Viví placenteramente con él. Me enseñó a  montar a caballo, a ordeñar a las vacas, a recoger los huevos de la granja, en fin...el cuento continuará...

Ojalá les guste.

Gracias ´por el destacado querida Aimée...

Salvador Dalí, paisajista.


DIRECTOR GENERAL
Comentario de Ernesto Kahan el febrero 4, 2020 a las 4:22am

Tu narrativa atrapa

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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