RUBÉN Y REBECA
Rubén
y
Rebeca
Jugaban. Primero había sido una deliciosa manera de divertirse; imposible suponer en esos primigenios encuentros la semilla de la desdicha. Rebeca y Rubén se ponían en la ventana de la casa, ya abierta, para mirar hacia los árboles de la calle y ponerle nombres a los pájaros que, otra tarde, pretendían recordar reconociendo por sus colores a los individuos que los portaban; otra variante era tratar de adivinar la ocupación de los transeúntes, de inventarles una vida, de hacer de ella un drama o una azarosa cadena de alegrías; siempre afortunadas eran las coincidencias y las rotundas carcajadas de ambos. La pasaban muy bien. Cualquiera hubiera supuesto que se trataba de una pareja de contemporáneos; dos seres de edades cercanas cuando menos, pero no era así.
No solo había en ellos el delicioso límite de géneros, ni siquiera eran de la misma especie. Sus edades, incoincidentes, lo eran más porque entre los gorilas, veinte años ya es una edad muy madura, mientras que dos años entre las guacamayas apenas es la flor de la juventud. La casa donde habitaban, su común hogar, pertenecía a un banquero, concentrado en coleccionar toda clase de artilugios, animales no domésticos entre ellos que vagaban por pasillos, corredores y recámaras de las habitaciones, a la búsqueda de aparentar el paraíso en ese sitio, despoblado de hijos y de mujer alguna, en función de consorte, cónyuge o amasia me refiero, pues Otilia y Adela, el ama de llaves y la cocinera, eran como dos fieras domesticadas en la fauna de Adán, gerente de Banparaíso.
Cuando la desgracia cayó sobre ellos, aquellas tardes lúdicas tornaron a solemne melancolía y a aguacero de tristeza franca y abierta a partir de aquella ocasión en que Rubén, francamente enamorado, enloquecido de pasión, abrazó a Rebeca para dejar sus coloridas plumas pegadas para siempre en el rococó tapiz del hogar del solitario Adán.
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