MELGAREJO

***

Encontraron el pañuelo dentro del viejo cajón de sus juegos. Arrugado y con manchas parecía una paloma muerta. Carlos Alberto fue quien lo descubrió y lo llevó a la abuela cuando se disponía a salir a la misa de las cinco. Un viejo pañuelo que no pertenecía a nadie de la casa, que quizás no había tenido dueño en tanto espacio de siglos recogidos en los recuerdos de la morada antigua.
Todo había comenzado con una visita al garaje convertido en pieza auxiliar, donde se guardaba desde el almanaque anterior y más viejos todavía, junto con los adornos del pesebre.

En el garaje dormía accidentalmente Jesusita, la vieja ayudante en los oficios de la casa, porque no siempre se quedaba en las noches. En esas búsquedas infantiles habían estado removiendo cosas olvidadas, habían inventado juegos con Natacha, imaginativa en travesuras que solo comprendían Carlos Alberto y Che, así lo llamaban los mayores. Los hermanos tenían la complicidad de la prima Natacha en todas sus andanzas por el patio y dentro de la casa, porque la abuela pasaba los días atendiendo sus pájaros en la jaula del patio trasero mientras recordaba y vivía de sus evocaciones.

El piano era para la tía Ada, que ordenaba lo imprevisto y escuchaba la caja de música con Debussy y "La plus que lente", canturreada en baja voz para brindarla a las figuras en los cuadros de los antepasados.  La madre era la vigilancia y el cuido de los niños, en su viudez temprana.

Carlos Alberto y Che iban al garaje para esconder algún tesoro recogido en la calle, o los regalos que recibían de los amigos del hogar. Eran andadas sin finalidad que comenzaban en el corredor de la planta alta y terminaban en el patio con el limonero y la jaula de pájaros. El cajón era para ellos solos, con Natacha, y conocían su contenido, igual que su aldaba, su crujido, sus piezas dormidas, el trasfondo lleno de secretos que ellos escondían. Pero nunca habían visto el pañuelo que parecía una paloma muerta. Por esa razón fue una novedad que llevaron a la abuela y que casi perdió la misa de las cinco.

Con la prisa por salir que siempre tenía a esa hora, la abuela no puso atención al requerimiento. Luego se vería. Los niños quedaron a la espera de la respuesta que a las seis les daría. Quizás la tía Ada sabría el sentido de la aparición del pañuelo, a ella podían preguntar sobre aquella mancha blancuzca y vencida. Pero callaron y guardaron el pañuelo hasta conocer por sí mismos el enigma, un simple misterio que se hizo grande en la imaginación de los niños. Entregaron el pañuelo a Natacha para que lo escondiese.

Los días son siempre iguales para algunos, no para ellos, porque tienen el tren de la tarde que pasa por la esquina, y se atemorizan por el paso de Melgarejo cuando anochece. ¡Melgarejo! Mamá ha inventado historias sobre la maldad del hombre de harapos de nombre de tan sonoro misterio, tan lúgubre. Tiene su escondite en el patio trasero, debajo del limonero, y sale en la mañana para regresar al atardecer. Melgarejo es el justiciero que cobra las travesuras que no puede absolver el padre Rodríguez en el colegio.

Todo eso les ha hecho olvidar la existencia del pañuelo que Natacha guarda entre sus secretos.
Algún día vuelve el recuerdo del pañuelo. Lo recordaron por la imagen de un sudario en el recogimiento de la casa, o por el aroma de un perfume desconocido, quizás por la insistencia de la música en el salón cerrado. ¿De dónde había venido y por qué estaba en el baúl que solo ellos conocen? La depositaria elegida para guardarlo fue requerida por Che y eso desató la búsqueda, infructuosa porque el pañuelo no estaba en el lugar donde lo había puesto Natacha mientras esperaban el regreso de la abuela. Otro misterio. No podía haber sido ella, aunque era la única persona que había oído hablar del pañuelo; y tampoco mamá ni la tía Ada. En cuanto a Jesusita, se descartaba la posibilidad. Pensó Carlos Alberto que Natacha lo había extraviado, y Che que no importaba. La duda persistía a la hora de la cena.

Llegarán las arepas de maiz rellenas de queso, junto al café con leche que los mantenía despiertos hasta las seis y media, cuando terminaban de escuchar en la radio las aventuras de Tamakúm, el vengador errante. Se pobló la mesa de aromas gratos y tomaron asiento. Allí están todos: mamá, la abuela, la tía Ada y los tres niños. Jesusita viene desde la cocina con las fuentes y las bandejas. Se escucha el ángelus desde la capilla cercana y todavía queda en el ambiente el rumor del tren que pasó por la esquina.

En el comedor informal, situado al lado del patio trasero de la casa, se hace el silencio recogido de la cena. La ventana es un cuadro de ceniza que deja penetrar una brisa fresca en la hora del último sol. El limonero teje telarañas y los pájaros están cubiertos y en reposo. Las mismas cosas de cada atardecer. Siempre el limonero y la espera de otro día para continuar los juegos. Ya casi llega la penumbra en el patio y el miedo de los niños renace. Melgarejo puede haber salido en su ronda justiciera.

Es difusa la mancha telaraña colgada del limonero. No es trasparente la red ni la mece el viento. La observa Che y su mirada se hace vigilante. No es un ovillo pegajoso sino una paloma muerta manchada de tiempo. Un pañuelo que no era de la casa.

Inclina la cabeza sobre el plato. Guarda silencio y su mirada permanece en la ventana.

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Comentario

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el diciembre 8, 2021 a las 10:16am

¡Precioso relato, Alejo!


DIRECTOR GENERAL
Comentario de Ernesto Kahan el febrero 16, 2020 a las 12:27pm

Un cuento delicioso, que cumple con las reglas de la narrativa de  gran calidad

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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