Los bombardeos, 1940. La noche y el amanecer
Cae la lluvia aún,
obscura como el mundo de los hombres; negra como nuestra destrucción;
ciega como los mil novecientos cuarenta clavos
hincados en la cruz.
Cae la lluvia aún
con un son parecido al latir del corazón convertido en golpear de martillo
en el campo del Alfarero, y al son del pie impío
sobre la tumba.
Cae la lluvia aún
en el campo de la sangre, donde crecen diminutas esperanzas, y el cerebro del hombre
se nutre de codicia, aquel gusano de rostro de Caín.
Cae la lluvia aún
a los pies del hombre extenuado pendiente de la cruz.
Cristo, día y noche clavado, apiádate de nosotros,
del opulento y de Lázaro:
bajo la lluvia las llagas y el oro son lo mismo.
Cae la lluvia aún:
cae la sangre aún del herido costado del hombre extenuado:
lleva en su corazón las heridas todas, las de la luz que se extinguió,
la última y débil chispa
del corazón suicida, las heridas de la triste e incomprendida obscuridad,
las heridas del oso atrapado:
el oso ciego y gimiente, cuya carne indefensa
azotan los guardianes... las lágrimas de la acosada liebre.
Cae la lluvia aún.
Entonces —“Oh, saltaré hasta mi Dios, que me ata al suelo"—
ved cómo la sangre de Cristo surca el firmamento:
se derrama de la frente que clavamos al madero
hasta el profundo y moribundo, el sediento corazón
que custodia los fuegos del mundo, desgarrado de dolor
como una cesárea corona de laurel.
Entonces se oye la voz de Aquel que, como el corazón del hombre,
fue una vez niño y durmió entre animales:
“Te amo aún, derramo aún mi luz inocente y mi sangre por ti.”
Lluvia,
lluvia,
lluvia,
no ceses porque nos traes
agua fresca para la tierra
árida y triste;
lluvia eres tan necesaria
que resulta imposible hacerte
imprescindible;
lluvia nuestra mereces
un mejor trato,
fuera paraguas y a mojarnos
todos sin ambages
ni prejuicios.
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