Pensamos, por vía de ejemplo,
en la pulga común,
succionadora del perro
(la piel como hogar y fuente de comida),
la que enjaezamos,
tira de un carro, da saltos
tan inspirados como apáticos
según nuestra perseverancia y su capricho,
y que así desmiente la leyenda
de animal inmundo, tenido en abominación
desde cuando aún no se habían atrofiado sus alas;
y por vía de símbolo
recordamos ese 29 de diciembre
(o 4 de enero,
de acuerdo con otros calendarios),
en que moría un gigante medieval,
Becket, señor de Canterbury,
y tras la sorpresa,
indecisión y espanto, los preparativos
para enterrarlo,
despojado
el cuerpo de ropas, ornamentos,
el largo manto castaño,
la blanca sobrepelliz,
el saco de piel de cordero,
el hábito negro, la capucha,
la camisa,
cuidadosamente
desnudo de todo
menos de la actividad de los piojos
hirviendo entre las lanas
entre las manos de los que al desvestirlo
lloraban y alternaban el llanto
con la alegría de acariciar reliquias,
oler la santidad
expresándose en olor a santidad,
olor del piojo,
pestilencia sin alas
devastadora de pájaros y ciudades.
Insectos sin alas
son muchos, muchos más,
de los que imaginamos o sabemos;
pero todos,
eso es lo maravilloso tienen
una función importante en la naturaleza;
de manera que ni uno solo sobra
en este abundante repertorio;
bajo esa idea,
es bueno reflexionar
antes de matar a cualquiera
de ellos, aprovechando
nuestra superioridad física
que puede terminar en
inferioridad mental por asesino
de estos pequeños indefensos.
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