Por Elías D. Galati
El 2 de noviembre se conmemoró a los Fieles Difuntos.
Aunque es una celebración religiosa, la conmemoración y el recuerdo de aquellos que han dejado esta vida, es una constante común a todos los pueblos y a todas las personas, más allá de sus creencias.
Hay varias circunstancias que coinciden en esta conmemoración.
En principio la proyección y la identidad de una familia o de un clan, donde se venera a los ancestros como predecesores de nuestra propia existencia.
También el propio deseo de perpetuarse en el futuro en las generaciones siguientes, considerando que ellas tendrán el mismo rito con nosotros.
Es de tener en cuenta que la misma es independiente de los valores, las actitudes, la consideración y el aprecio o no, que pudo tenerse por el difunto en su vida terrena.
Es como si la muerte limpiara todas las falencias y dejara al hombre desnudo en su ser, tal como vino al mundo.
Lo que se pudo haber dicho en vida pasa a segundo plano, y ya no se lo ve, ni se lo juzga o cataloga de la misma manera.
Todo se le perdona, sus actos se disipan y los rencores que pudo haber se dejan de lado.
Es como un fin, se terminó, ya no puedo hacer nada, está muerto, y respetamos esa situación.
Posiblemente pensemos que nos pasará lo mismo y que a nuestra muerte se tendrá la misma consideración.
Hay una gran incógnita sobre la muerte que ha llevado a este culto un tanto desproporcionado, Confucio decía que si uno no sabe lo que es la vida, como podrá conocer lo que es la muerte, y Emil Cioran que la naturaleza buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar no ha satisfecho a nadie.
Es la consecuencia obligada de la vida, no hay otro final, otro término para la vida que la muerte.
Por eso Borges dice que la muerte es una vida vivida, y la vida es una muerte que viene.
Y esa incógnita promueve el culto a los muertos, porque dudamos donde están, si realmente están o con su existencia desaparecieron, qué es de ellos y si se pueden relacionar con nosotros.
Desde las verdades religiosas hasta lo parapsíquico, muchas interpretaciones corren y el hombre se aferra a alguna de ellas.
Es una incógnita la vida y es una incógnita la muerte.
Se reinterpreta el dolor, por la ausencia física de alguien querido, sobretodo cuando han quedado cosas pendientes, o cuando se tenían proyectos comunes o una vida por delante que no se pudo concluir.
El hombre se siente inferior ante la muerte, y por lo tanto adopta esa actitud con los muertos.
Malraux dice que la muerte solo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.
Es tan importante que podemos suponer que honrar a los muertos, es honrar su vida, lo hecho por ellos, su construcción, sus ideales, sus proyectos y sus actitudes.
Es el momento en que todo lo que se haya proyectado, todo lo que se ha podido hacer, ya no se puede, ya no hay posibilidad.
Se ha acabado el tiempo, el tiempo vital, todo se ha ido con nosotros en la muerte, y para el que lo mira y lo siente, es un llamado de atención sobre sí mismo, sobre su comportamiento y sobre su vida.
Honrar a los muertos es honrar a la vida.
Es comprender nuestro finitud, nuestra pequeñez, nuestra valía y el escaso momento que disponemos para cumplir con nuestro compromiso, con aquello que debemos hacer, con lo que vinimos a hacer en este mundo, con nuestro sino, no como una determinación sino como una comprensión acabada del amor y de la generosidad que debemos transmitir en nuestro paso, pequeño pero único, imposible de ser cumplido por otro y debido como deber categórico por nosotros mismos.
Elías D. Galati
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