Kiosco, jardín, la tienda del centro, la mansión del cacique, la escuela, el consultorio del médico, la casona del juez, la humilde casa de la partera, la panadería, el templo o la parroquia...todo, todo estaba igual. Ningún cambio había sufrido el paisaje de aquel pueblo, su pueblo. San Jacinto de las Carretas, pese a que habían transcurrido veinticinco largos años, un cuarto de siglo. Recorrió con paso lento, una a una, todas las calles. Visitó las cafeterías, que no eran muchas, solo dos; igual que las dos únicas librerías y el pequeño museo que eran, junto con el pequeño templo colonial, los orgullos de su querido suelo nativo.
Pasó así varias horas hasta que le dolieron los pies y se le acalambraron las piernas. Una sola cosa le preció distinta: esa infinita soledad del poblado; ni una persona por las calles, ni un perro tan siquiera. Un silencio profundo, eterno, envolvía todas aquellas calles de San Jacinto; y eso hizo que le invadiera la tristeza.
Solo por eso retornó, melancólico y agotado, hacia el panteón, prometiéndose que jamás volvería a abandonar la tumba.
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