Érase un judío muy rico que tenía un buen vecino. pobrete él y anodino, pero con mucha honradez. Un adivino le dijo al mal rico, de través, que sus bienes pasarían al vecino, de una vez. El rico se impresionó, de lo que dijo el brujito, vendió todo, en un ratito y su vida presionó. Con el dinero que obtuvo se compró un gran diamante que escondió en su turbante, que con la mano sostuvo. Se dijo para su adentro: Ahora, mi pobre vecino nunca tendrá mi portento, ni siquiera mi buen Sino. Se fue a la mar a pasear, sin reparar en tormenta, porque luego se lamenta de lo que vino a pasar. Sopló el viento y el turbante le quitó de la cabeza como que fuera cereza llevándose el gran diamante. Éste se fundió en la mar y el pobre del rico vio que lo negro se llevó su riqueza tan sin par. De todos modos, pensó el rico para si mismo: El pobre tendrá mutismo y eso nunca lo soñó, pues, ahora en el abismo diamante no compensó lo que dijo el adivino. Unas pocos días después, en un rijoso mercado, al pobre le llegó el Hado al buscar comprar un pez. Al abrirlo se encontró el diamante tan buscado, porque el cuchillo centró la cabeza del pescado. Y así termina este cuento del Talmud tan rebuscado, del diamante, del pescado y nuevo rico en contento. ¿Moraleja? No se deja buscar una en mucho azar, pero les propongo una, todo por no alborotar. Sé bueno con tu vecino, egoista no has de ser, para nunca padecer contrariedades del Sino.
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