Desencuentro

 

   Lucille bajó las escaleras del caserón raudamente. La impulsaba el asco del beso a ese anciano a quien no amaba; beso que sería el último si su plan resultaba y por Dios juraba que resultaría, con su amante esperándola abajo y la ruta de escape hacia el aeropuerto. Al trasponer el pesado portón de roble él aguardaba. Titubeante, caminó lentamente, buscando donde refugiarse. Al fin se  acurrucó bajo el techar de la veranda, como un crío asustado, pero aferrando el revólver dentro de su bolsillo. Ella lo besó en la boca con esa pasión que reservaba para los grandes encuentros; esos que celebraban en lo profundo del bosque y en la complicidad de crepúsculos furtivos. “Subí y hacelo –le dijo con todo su aliento- yo te estaré esperando y mañana amaneceremos juntos mirando el Belvedere…” la promesa no parecía entusiasmar a Marcelo. Pálido y enmudecido la escuchaba atónito. “Ya hice dormir a los perros y despedí a la mucama. Sólo tenès que subir y eliminarlo de una vez” Él asentía sin convicción; tal vez temeroso, quizás arrepentido; ella le dirigió una mirada tan intensa que se obligó a tomar coraje y sin más penetró en la casa, rumbo a las escaleras. Lucille inhaló con fuerza el fresco del atardecer y salió hacia la vereda donde esperaba su coche, en el sendero de grava que llevaba a la salida de la residencia. Odiaba ese camino de guijarros donde casi siempre tropezaban sus zapatos. Dio tres pasos y girando, alzó la vista como de costumbre hacia el ventanal del estudio: la figura odiosa del anciano, que la despedía con la pipa en la mano y esa sonrisa desdentada y conocida. Allí estaba con sus perros dormidos sobre la alfombra; su olor a tabaco, sus trofeos en las paredes junto a las escopetas, fotos de cacerías y otras reliquias de viejo carcamal cornudo como su despojos de caza. La idea la hizo reír en el momento inadecuado y volvió a tropezar, cayendo de bruces al suelo. La mano no llegó a tocar la cerradura del auto; las llaves se perdieron entre los guijarros. Aturdida por el contratiempo, primero observó sus rodillas lastimadas y adoloridas por la brusca caída. Pronto olvidó el dolor, y giró el torso con violencia, mirando hacia el ventanal: una sombra fugaz rehuía la escena y sólo quedaba un espacio vacío y el vaho de humo de pipa que se desvanecía con rapidez. Aterrada razonó que el anciano estaría bajando, para auxiliarla. El terror creció hasta golpearle las sienes al percatarse que Marcelo estaría en alguna parte de las escaleras ¿el rellano quizás? Todo su plan cuidadosamente trazado amenazaba por ese inoportuno traspié, a malograrse de manera nefasta. Había instruido a su amante para matar sin rodeos al viejo pero ahora dudaba de su valor. Y ese viejo miserable; ¿tendría sus sospechas? Tal vez sólo estuviera preocupado por la caída de ella, aunque no parecía tener ojos más que para sus trofeos embalsamados, o sus perros. Quizás bajase como lo hacía a veces, cargando su fusil de caza como si temiera un enemigo. Era tan aprensivo ese anciano. Volvió a sentir en las sienes, y en la garganta otra oleada de terror. Hubo un disparo. No supo reconocer si de revolver o escopeta, pero el eco retumbó en sus oídos hasta casi ensordecerla y dejarla atónita por un instante. Aturdida, atinó a buscar las llaves del auto. No estaban a la vista. Sus manos rebuscaron entre los guijarros inútilmente, sus dedos temblorosos se despellejaron en los escasos segundos que el destino tenía sellado: la pesada puerta de roble fue abriéndose hacia fuera; unos lentos pasos se aproximaban a la salida. Uno de los dos hombres iba ya a su encuentro…

 

                                                                                                            

 

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Comentario de Ariel Víctor Lowenstein el agosto 29, 2013 a las 5:30pm

Voy a escribir el desenlace sólo para tí, Ana Mercedes. Dame algo de tiempo...

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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