Recuerdo las instalaciones de aquellas viejas canchas de frontón, cuando te esperaba ilusionada creyendo que nunca vendrías. Se me hacían eternas las horas sin verte, masticando angustias no dejaba de ver el reloj. El tiempo conmigo jugaba y gozaba al verme sufrir, se detenía a propósito y ululaba a mis oídos el eco de aquella vieja canción de dieciséis toneladas que tanto te gustaba, misma que no dejabas de entonar mientras jugábamos.
De pronto, al escuchar tu voz masculina a mis espaldas que anunciaba tu llegada y dentro de mí, sentía que el corazón se aceleraba a mil por hora, esa sensación de suprema felicidad que sentía el alma al percibirte, aún no logro describirla en mis letras.
Al escuchar tu alegre risa, sabía desde ya, que seguro estabas de ganarnos la partida en el juego como cada tarde. Disfrutaba ver rebotar la pelota, eso era para mí un té “amo”, y no me importaba perder, tenía lo más valioso de la vida, tu divino amor, ese amor de primavera, puro y sagrado.
Lo único que deseaba era estar a tu lado. Disfrutaba tanto ver tu elevada y ágil figura correr de un lado para otro con raqueta en mano tratando de ganarnos la partida, en tanto nosotros, nuestros amigos y yo respetando las marcas gritábamos desesperados al ver que tu equipo al final se coronaba nuevamente triunfador, y sin parar pasábamos la tarde, viendo rebotar en el frontis tantas veces la pelota que regresaba a su destino en cada raquetazo. El cálido verano fue testigo de nuestro gran amor, y de nuestros bellos premios, esos que nos dábamos cuando el equipo de alguno de los dos se coronaba ganador.
¡Hermosa adolescencia!, rodeados de nuestros amigos que alegres gritaban al unísono ¡hurras!, desaforadas, aunque creo que por dentro protestaban por haber perdido. Luego nos retirábamos a descansar, y tendidos sobre el césped de aquel gran parque con nuestros rostros besando el cielo nos confesándonos nuestro profundo amor
Ahora al paso de los años te evoco aún ilusionada y me pregunto:
¿Qué habrá sido de ti?
Es entonces que recuerdo tu partida, tantas veces nos ganaste en el juego, pero a la muerte no pudiste vencer. Hoy mis ojos llenos de furia y tristeza se nublan de llanto al recordarte.
¡Infeliz de mí! ¡Errada suerte! “Hoy vivo con los ojos del alma fijos en mi eterno y leal amor”.
Y me consuela saber que por siempre me amaste como yo a ti, y aquel juramento de amor eterno sigue latente en mi cuando al recordarte vuelvo a vivir ilusionada el ayer de nuestra candorosa e inolvidable juventud.
Autora: Ma. Gloria Carreón Zapata.
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