ARIEL CANZANI: DE MAR EN MAR, DE TIERRA EN TIERRA

 

“Hay poesía en el alma del hombre, en el niño que crece entre sueños y realidades de robots y órbitas celestes, de giróscopos, de platos voladores. Dios dio al hombre el poder de transformar el satélite en un poema. Si lo consigue, la poesía habrá vencido y será esencia y fin del camino hacia lo bello y lo puro”, dijo Ariel Canzani, poeta, marino, técnico en construcciones navales, capitán del buque “La Pampa”, mensajero de la palabra. Autor de 24 libros publicados, 25 sin publicar, creador de la revista literaria “Cormorán y Delfín”, nacida en el mar, de su propio esfuerzo. Revista que apareció en 1963 y dejó de editarse en 1973: puente intelectual que construyó desde Argentina hacia el resto del mundo. Y a partir de donde trabajó para situar la poesía planetaria. Esa poesía que iba a instalarse en el orbe para permitir al hombre una comunicación genuina, lejana a las guerras, a las ambiciones desmedidas, “y que lo lleve al erial que sólo la poesía posee y el hombre necesita para amar”, pensaba.

 

Inmerso en el camino sin veredas que es el mar, en la quietud enloquecedora de sus singladuras, Canzani plasmó todo lo que aspiró y acumuló en el vagabundeo terrestre, como explicó varias veces. “Vivo en la tierra y al mar le dejé la diversión de escribir, leer, meditar para volver a vivir en la tierra”, dijo. Leía 400 páginas por día. Cuando llegaba a puerto caminaba por las calles de la ciudad abordada, en busca de poetas, narradores, ensayistas, traductores. Italia, tierra que recorrió durante ocho años en sus travesías, le ofreció la amistad del premio Nóbel 1975, Eugenio Montale. En Florencia, caminaba por el ponte vecchio con Carlo Galasso, director de la Fundación Cinzia. En Siena, admiraba los sepias de sus paredes con Luigi Fiorentino; en Nápoles, escuchaba sonar las mandolinas junto al espléndido ensayista Italo Maoini; en Trieste, paseaba con la novelista Anita Pittoni, núcleo de los intelectuales de su época, en esta ciudad que Joyce tanto amaba; en Torino departía con Nino Leporatti y Sergio Olivetti; en Génova, con Elio Grosso y Augusto Colombara; en Venecia, recorría la Plaza San Marcos con el poeta Diego Valeri. Era un turista literario, ávido de intercambio, de vivencias, de calles cargadas de historia.

 

No llega por casualidad a estos puertos. Probablemente escuchando a su madre, Inés María Dupou, hija de franceses de Lyon, recitarle cuando era niño, en una casona del barrio de Flores, un dulce anónimo del siglo XVI, “La Corona del Bosque”; o a su padre, Luis Canzani, preconizar desde Mataderos, barrio que los albergó después, las bondades del anarquismo, Ariel Canzani D. como firmaba sus producciones, inició desde temprano un largo periplo por el mar de la palabra. Ese inconmensurable mar que, como otras formas de comunicación más naturales como la queja, el grito, el llanto, el beso, la caricia, forman los modos que encontró el hombre para entrar en “el otro”. Escribe desde los 10 años. Juega con barquitos de papel, de madera y antes de cursar la Escuela Náutica, conoce a Elda, su profesora, su amiga, su crítica, su correctora, su amor, la madre de sus dos hijos Ariel Gustavo y Sylvia Cecilia. El mar, la palabra y su familia: sus tres intensos amores. Y el lector, personaje que lo obsesiona hasta el punto de manifestar con esa vehemencia que lo destacó:  “Creemos en la poesía hecha para llegar el hombre y conmoverlo, herirlo, enamorarlo, darle asco, mostrarle todo lo angelical y diabólico que dentro de nosotros, el asombro, el entusiasmo, la búsqueda nos grita, nos vomita, nos canta para ellos”. ¿Algunos de sus libros? Poemas Loxodrómicos (1968), (aclaremos, la loxodromia es la senda más larga y más segura que lleva en el mar a buen puerto); Poemas del Círculo Vicioso (1970); Poemas del Crecimiento Necesario (1974); Poemas para que viva la Esperanza ( 1977); De mar en mar; de tierra en tierra (1979); Poemas Dióptricos ( 1980 ) y muchos... muchos más.

 

Habitante de la común tristeza de escribir, (“La tarde se recostó en mis rodillas/ sin cielo rojo, sin sol, sin nada/ sólo gris y gris y agua/ La tarde había jugado a la tristeza/ y había ganado/ Puso en mis ojos bruma y nostalgia/ Y en mis manos plegarias de luz y de palabras), Canzani decide el riesgo de crear. Eso lo lleva a una contradicción permanente entre su naturaleza vital, excesiva y su actitud de renuncia y moderación: no otra cosa hace quien crea, sino renunciar a su naturaleza y moderar, domar, sistematizar un caos deslumbrante para testificar. Y ese fue su territorio: el testimonio. Sabía que un poeta, el intérprete de los pueblos, como decía Alfredo Palacios; el santo, el vate, el profeta, como signaba Thomas Carlyle, tenía que denunciar su paso por su época. (“Soy el que canta/ el que da testimonio/ de que el ser no olvida/ su rotación imperturbable./ Soy el que hago reír / también la risa es llanto./ El que juega con el color/ de las palabras y por las noches/ escribe con las uvas hecha néctar/ la nueva encrucijada del mañana. / Soy el lenguaje modelado en el álgebra/ también en la armonía de la flor/ del cielo, de las aguas./ Soy el que canta), se define.

 

Los sueños lo desbordan y entonces, inventa personajes: Archibaldo Busmeister es uno de ellos. Un dios mecánico que sólo es el motor de un viejo buque mercante que él navegó en sus mocedades. A través de él denuncia la chatarra humana; el tecnicismo que nos deshumaniza: “Archibaldo, como vos he recorrido mares/ he visto la igualdad de sueños de los hombres honestos/ (el hambre y la palabra no tienen patria cierta)/ de todos los pueblos que conozco./ He visto las ansias de oro semejantes/ entre un hombre del sur y otro del norte./ He visitado iglesias, mezquitas, sinagogas/ templos masónicos, casas de cuáqueros,/ espacios parecidos donde todos son buenos/ adorando a su dios, inmóvil e inflexible./ He visto como llora un niño sin juguetes/ y la niña que inventa muñecas con los trapos/ que han perdido el color de tanto usarlos./ He visto el alarde de riquezas de los pueblos felices/ y la miseria no creíble de pueblos donde sólo miramos/ ventrudos muchachitos y esqueletos andantes/ pidiéndonos mendrugos de pan. Un trozo de jabón/ y a cambio dándonos una niñita rubia supuestamente virgen...”

Otro de sus personajes es Tatabomba, un dios que refleja el momento actual del hombre (convulsión, conmoción, un sistema de valores trastocados).

 

De todos modos siempre hay un tropel de palabras para Canzani: siempre está el sentir, la esperanza; el mar, su origen, su esencia, su fuente de inspiración, su comunión (común unión) de solitario. Marta Lynch lo definió así: “Es un hombre que ha comprendido la dirección de los vientos, delicado pulsador de melodías marinas, psicólogo implacable, enumerador prolijos de vicios y de enfermedades; de dolores y excelsitudes”. Las palabras y el sentir, que va más allá de las palabras. El sentir que lo impulsa hacia la libertad, hacia el rescate de los sueños. Ese buen sentido de la libertad lo lleva a decir: “Por ser vagabundos de ley, conocemos una carretada de poseedores e inventores de “ismos”. Nos hemos sumergido en ellos y no eliminamos de nuestro decir a los que hacen, por ejemplo, poesía concreta, praxis, matemática, visual, novísima, tecnológica, erótica, cinética, espacial, fonética, mecánica, social, experimental, plástica, semiótica, ideográfica, electrónica, mística, voga, iracunda, in, etc. Y como testimonio de nuestra total libertad, sencillamente incluimos junto a los gritos nuestros, los alegatos de cada una de esas vanguardias... esperando, con fe, que algún día las revistas de cada uno de esos grupos, incluyan también algo de los que no hacen poesía como ellos exigen del resto”. Su pensamiento era abarcativo, pero grafemas y fonemas lo angustiaban: “Vivimos entrampados en el lenguaje, en ese movimiento de la subversión que Lacán trataba de explicar. Así navegamos entre saber y verdad acompañados de y por humildes poemas explosivos, cargados con el peso telúrico de palabras y lenguas”, expresaba.

 

Había elegido vivir en la belleza, la libertad y el amor. Y por decir la verdad fue secuestrado, amordazado, amenazado, quizá torturado en su propia tierra. Sus amigos, los poetas, narradores, ensayistas, traductores de toda la tierra levantaron su voces y vio otra vez la cara limpia de la libertad. El 27 de julio de 1983 tuvo la visita de la Eternidad, al lado de su mujer y sus hijos. Y se cumplió el vaticinio: “Mis vísceras rotas/ caerán sobre la sucia tierra/ cuando mi mente de gelatina y barro/ cansada de acumular quimeras/ comprenda realmente el horror/ de una vida sin premio. / Los días, hasta entonces/ caminarán al paso, junto a mi ser/ sediento de eternidad y miedo./ Y tengo miedo. Miedo del sol/ que cada día descubre ante mis ojos/ la lucha y la rapiña del animal que somos./ Miedo del aire, que me hace comprender/ por el olfato/ la traición que se oculta tras la careta de masilla/ de nuestra cara modelada a martillazos./ Miedo de las sombras de la noche,/ que son como un espejo negro que refleja/ la retorcida especie con que fue modelado/ el ser humano./ Y tengo sed de eternidad, quiero creer./ Creer en algo que resuma la vida/ que se escapa por los cuatro costados./ Creer en algo que sea tan sencillo/ que todas las palabras y los gestos de la tierra ya molesten./ Que hasta los ojos y la lengua/ se diluyan/ pues será demasiada nuestra alma./ Quiero creer, creer en algo”.

Y allí está ahora, tal como lo vaticinó: en ese espacio justo donde su alma inconmensurable, no necesita nada más que permanecer. Por voluntad de su familia, sus cenizas navegan.

 

 

Quiero terminar este recuerdo de Ariel Canzani D. con palabras de su maestro y de su mejor discípulo: Arturo Cuadrado y Manuel Gerardo Monasterio, también su yerno. Cuadrado afirma: “El mar, ese inmenso viaje sin retorno, no es ni la fácil aventura ni el premeditado descanso. El mar es un ilimitado camino hacia la presencia de Dios. Los marinos: extraños, inadaptados, inabordables, superiores, inaguantables, estoicos, nunca nos hablan del mar. Pero tampoco nos hablan de la tierra. Para ellos el llegar a puerto es llegar al alma. Nada descubren: reencuentran. Conrad, capitán de todos los mares dijo: “Solamente soy tenaz”. Y su tenacidad fue la geografía de la vida sin horizontes. Y sus puertos nada menos que los hombres con sus sueños, sus esperanzas, sus libertades. Así es Ariel Canzani: un marino insobornable, puro, que desde el mar domina la tierra. Nada más comprometido, peligroso. El dogma nos viene de Rilke: “Para ser poeta es necesario haber estado en la mar misma. No sólo desde la orilla, sino adentro, en el peligro. Si no hay hundimiento, no hay salvación”.

 

Manuel Gerardo Monasterio asegura: “Ariel era un patriarca de la poesía. A través de su vida fluía un manantial inagotable de humanidad, de dulzura, de erotismo, de elevación, de cólera y también de desesperación. No era mojigato ni tibio y puso su sangre en cada minuto y en cada verso. Nadie como él para alentar a los jóvenes artistas. Como ya es costumbre su genio indómito y su talento desbordante fueron sistemáticamente ignorados por los medios de su patria; eso no hace más que corroborar una grandeza que los mediocres no pudieron perdonar. Hoy lo extrañamos demasiado como para cometer la estupidez de imaginarlo un superhombre. No fue ni más ni menos que todo un hombre. Y eso es precisamente lo que tanta falta nos hace en un mundo degradado y sin valores trascendentes. Su obra continua siendo luminoso faro para los que venimos detrás y no podemos fallar en el amoroso compromiso planetario que él supo vivir y dejar para la posteridad: la búsqueda de la paz”.

 

 

Quiero agregar: Canzani perdura en la palabra como un hombre de la duda, quejoso y soberbio; caminador, oteador de Dios, inflexible poeta, mago del azul, de la infinitud, de la libertad. Y le vaticino un desconsuelo: sus resurrecciones serán interminables como su oficio, su entereza, su búsqueda, su amor. Como él.

 

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, septiembre de 2006.

Vilma Lilia Osella

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