FALTABA AGUA

Era un suburbio en uno de tantos cerros que rodeaba aquella ciudad vapuleada por la inestabilidad típica de una democracia incipiente y asfixiada por las inconsistencia sociopolítica y económica de aquella región situada, a ver, a ver, a ver, bueno, en cualquier lugar de américa latina.

En aquel lugar, la vida pasaba con relativa calma y muchas limitaciones. Allí habitaba Doña Encarnación, la abuela de todos. ¿Su oficio?: lavar la ropa del pueblo.  Lavar, lavar, lavar, los brazos fuertes, la espalda encorvada y la sudorosa frente.

Por estar ubicado en la falda del cerro y no contar con buenos canales, aquel sitio tenía siempre el mismo problema, escaseaba el agua. Eso implicaba un tremendo fastidio para el negocio de Doña Encarnación. Situación que resolvía a gritos, alertando siempre a todos con la misma frase: - ¡Falta más presión!,  ¡falta más presión!

Luego de ese grito, se cerraban algunos grifos en los alrededores y  brotaba el agua. Entonces, Doña Encarnación reanudaba sus tareas canturreando.

Una tarde, en medio de una de tantas revueltas populares que doña Encarnación veía siempre sin esperanza y con absoluta indiferencia, la violencia rebasó los límites usuales. La “gran mayoría”, cansada de lo que se había transformado de una “dictablanda” en una dictadura, se batía a tiros en las calles con los solidarios comilitones y la soldadesca de aquella tiranía.

La cosa llegó a los límites de la ciudad, subió, o mejor dicho, se extendió por los quebrados caminos del barrio de Doña Encarnación, remontando escaleras talladas en la tierra de lomas empinadas, derrumbando árboles, cercas y rústicos puentes de madera que se balanceaban quebradizos sobre pobres riachuelos.

La lavandera, a sus años, no se atemorizaba por unos cuantos tiros aquí y allá. Total, no era la primera vez que aquello ocurría. Estaba más bien preocupada por cumplir con sus encomiendas y, otra vez, no había agua. Por ello, mientras pasaba sigilosamente una patrulla frente a su casa, Doña Encarnación gritó desprevenida a todo pulmón: - ¡Falta más presión!, ¡falta más presión!, ¡falta más presión!...

Aquello resultó fatal. Varios soldados irrumpieron violentamente en su casa y la arrestaron. Entre forcejeos y gritos, mientras decidían qué hacer con la prisionera, Doña Encarnación le dio un tremendo bofetón al oficial del contingente armado y le gritó que ella podía ser su abuela, lanzándole una lluvia de insultos muy duros que en su vida habían escuchado por aquellos lugares.

Mientras las balas silbaban, el oficial miró fijamente los ojos irritados de Doña Encarnación. La consideró una insolente y decidió, sin pensarlo mucho, que serviría de escarmiento a aquellos que  protegían a los alzados. Ordenó de manera prepotente y tozuda fusilar frente a su casa a la que llamó: “vieja golpista”. Antes que sonara la descarga mortal, Doña Encarnación gritó:

- ¡Siempre me recordarán desgraciados, los muertos también sabemos hablar!.

La revuelta fracasó. En el cerro fueron enterándose poco a poco de la muerte de Doña Encarnación. Al confirmarse con certeza la noticia, la indignación que todos sintieron fue más grande que el dolor que causó su violento deceso.

Su casa permaneció cerrada como testigo fiel de su trágica muerte. Los lirios, sin que aparentemente nadie los sembrara, llenaban de forma permanente su jardín y rodaban la casa que nunca dejó de estar en buenas condiciones. Desde su desaparición, no hubo quien se atreviese a protestar jamás por la falta de agua, la población estaba marcada por aquella tragedia.

Sin embargo, un viejo vecino de Doña Encarnación, profesor jubilado al que por su inusual altura decían “Patilargo”, nunca se cansó de repetir, eso sí, luego de beberse algunos tragos inspiradores, que algún día en ese pueblo, el miedo a la muerte sería menor que la necesidad de justicica, y adoptando una pose doctoral, declaraba a todo pulmón que la capacidad de imaginar el futuro abriría los grifos de la libertad y la abundancia. Luego se secaba el sudor con un pañuelo tan viejo como su discurso.

En aquellas tardes se sentía desolado, su tiempo se acababa y tenía la certeza que ni él ni sus nietos, ni los nietos de sus nietos, ni los nietos de los nietos de sus nietos alcanzarían a ver aquellos cambios que tanto pregonaba. Sin embargo, sabemos que uno de estos días, la luz de un nuevo sol entrará por el techo de la casa de alguno de sus descendientes. Algún día.

ALBERTO O. CABREDO E

Vistas: 253

Respuestas a esta discusión

albero que buen relato sobre el no meterse y como duele la irracionalidad de la guerra.-

las guerras empiezan por buenas causas pero sienpre sacan lo negro del alma humana

CONCUERDO CONTIGO SILVIA, A TODOS GRACIAS POR LA DISTINCION. LA GUERRA NO ES GLORIOSA, NUNCA LO HA SIDO, Y A ESTAS ALTURAS CREO QUE LOS HIJOS DE NADIE DEBEN MORIRSE POR NINGUNA CAUSA.
Felicitaciones estimado Alberto!  Que gran reflexión nos da tu prosa.  Sigo con mis sueños útopicos de escribir para mover conciencias pero si no lo hacemos menos se logrará, así que sigamos denunciando, y si es de esta forma tan depurada mucho mejor.  Un abrazo.

Es un honor muy grande para mì, el dejar mi felicitacion por el Honorable Galardon que hoy recibess.

Rafael.

Estoy muy de acuerdo con tu reflección Fanny, hay que dejar testimonio, hay que cartar al aire la canción por la paz aunque la brisa se lleve la letra y no oigan sino pocos, para que no se diga nunca que nadie canto. Saludos cordiales
Gracias don Beto, de paso le felicito por la feliz iniciativa de haber lanzado el texto por entregas pasado, me mantuvo a la espectativa con esta novedosa idea.
Gracias Milagros por tan hermoso ramo de flores, saludos cordiales siempre
Gracias amigo Rafael un saludo afectuoso
Gracias amiga Akemi

Gracias amigo Jose Valle

RSS

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

Your image is loading...

Insignia

Cargando…