MARÍA, EL DULCE NOMBRE.
Por EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA
“Si la mar que por el mundo se derrama/ tuviera tanto amor como agua fría/ se llamaría por amor María/ y no tan sólo mar como se
llama…”
Y allí me quedo. No recuerdo el resto del hermoso soneto de Francisco Luis
Bernárdez. Tal vez vuelva a mí al terminar esta nota o tal vez un generoso lector me lo diga por el correo electrónico; lo cierto es que mi memoria camina hacia María porque es mayo y estamos en el mes de la madre; pero esta asociación de ideas no tiene mucho que ver con alguna religión en particular sino con los sueños de quien aspira a sentir un cierto calor femenino y maternal de parte de la propia divinidad.
Les contaré algo más.
Hace unos años en Ciudad
México, estaba yo visitando la vieja basílica de la Virgen de Guadalupe. A mitad del ascenso a la montaña del Tepeyac, coincidí en un descanso de la escalera de piedra con una mujer anciana, pequeñita, simpática y muy habladora, que por lo visto estaba ansiosa de contarme una historia.
Había
ido allí- según me dijo- para cumplir una promesa. Hacía 35 años que la
virgen morena había devuelto milagrosamente la vida al menor de sus
hijos, cuando ya los médicos decían que no había esperanza y
llenaban los papeles para el futuro sepelio. En gratitud, ella, su esposo y el hijo, que es ahora un ingeniero, van a México todos los años y suben hasta la piedra en que el indiecito Juan Diego conversó con la Virgen.
Cuando lo vi, el hijo llevaba ropas de penitente y subía las
escaleras de rodillas. Por su parte, el padre, que era muy aficionado al tequila, había hecho un curioso voto, bebería “un año sí y un año no”, y desde entonces renueva un año sí y un año no su voto de no emborracharse. Lo vi muy feliz y pensé que éste era probablemente su año no.
Tanta devoción me hizo sentir avergonzado de no haber
acometido por mi parte algún renunciamiento tan grande, y sólo atiné a decirle a la señora que estaba muy admirado del catolicismo de su familia.
-Pos resulta que no. No somos católicos. ¿Sabe usted? Mi
marido y yo migramos a los Estados Unidos, y nos convertimos en mormones. Y no sé si mi hijo es adventista, electricista o ateo.
Alguna de esas religiones modernas, ¿sabe usted? Pos si, moderno. Pos… moderno.
Pero tenían fe en la Virgen de Guadalupe, la misma fe
que comparten en México los que creen y los que no creen en ella, e incluso aquellos que por atavismo caminan hacia María, confundiéndola con Tonantzín, la suprema deidad femenina del panteón azteca, aunque por encima y por debajo de esa creencia ancestral, sienten que María es una palabra madre, o sea una de esas palabras que viven entre “lo que veo y digo, entre lo que digo y callo, entre lo que callo y sueño…”
Pero más allá o más acá de esas reflexiones, tengo una razón más próxima y
personal, y es que, desde los lejanos tiempos en que ingresé como estudiante a la universidad, mi madre siempre supuso que la “vana ciencia” me apartaría
de las creencias religiosas de mi infancia. Más de una vez supe que rezaba a la Virgen de la Consolación para que no perdiera nunca la fe el hijo que, irremediablemente, se iba convirtiendo en líder universitario, en abogado, en profesor, en doctor y en escritor.
Este último oficio le preocupaba más que cualquier otro toda vez que, según los estereotipos, quienes publicamos libros debemos ser completamente descreídos, usar barbas y tomar muchísimo café.
Creo
en todo lo que me cuentan, nunca me he dejado la barba y generalmente
prefiero el té verde al café, pero eso no le daba ninguna seguridad a mi madre. Y lo peor es que, cuando me fui a vivir en Europa, tuve que escoger la ciudad que -también los estereotipos- consideran la más licenciosa del mundo, París. Entre tantos sitios “normales”- Lourdes, Roma o los Lugares Santos, por ejemplo- se me ocurrió nada menos que París.
Cuando me di cuenta del error que cometía, me prometí
corregirlo. Y desde entonces, mes tras mes, desde todos los lugares donde he vivido, siempre he estado enviando una postal o una foto que llevaran otro mensaje, como las que me tomé junto a un grupo de peregrinos en Notre Dame, detrás de la estatua de Santiago en Galicia, bajo una Virgen bizantina en la catedral de San Basilio de Moscú y, por fin, con la cara vuelta hacia el suelo, tras de unos monjes de luengas barbas en Estambul.
Tal vez lo que ocurre hoy es que, en pleno
mayo y próxima la fiesta de la adre, he querido decirle a la mía que no me olvido del dulce nombre que me enseñó a pronunciar cuando niño, pero ya no tengo ahora adónde enviarle una postal, y estoy como los niños cuando no saben la lección, mirando al cielo.
Tal vez de
allí me viene el resto del soneto:
“Si la llama que el viento
desparrama,/ por amor se
quemara noche y día,/ esta llama de amor se
llamaría?
María, simplemente, en vez de llama.”
“Pero ni el
mar de amor inundaría/ con sus aguas
eternas otra cosa/ que los ojos
del ser que sufre y ama.”
“ni la llama de amor abrasaría/ con su
energía
misericordiosa/ sino el alma que llora cuando llama.”
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