Sesos rebosados en Padova

No todas las experiencias de viajes son favorables, algunas resultan espantosas, considerando que hay comidas que nos pueden revolver el estómago para siempre. Si, así como les digo. Pues resulta que acepté trabajar en la Universidad de Padua, Italia, por lo que sería mi primer verano de tres meses colaborando con dos científicos de esa institución: Dr. Giuseppe Farnia y Julio Capobianco.

Me topé con estos dos investigadores italianos por allá por Sapporo, Japón, en un congreso al que tuve que asistir mientras hice mi sabática en el Instituto de Química Física de Tokio, Rikagaku Kenkiusho.

Dicen que la sangre llama, y creo que eso nos pasó. Al congreso asistían científicos de todo el mundo: USA, India, México, Francia, Israel, China, Rusia, Corea, y como cien países más, todos tratando de compartir durante una semana los adelantos científicos relacionados con el control del calentamiento global.
Para las horas de almuerzo se levantaba una estampida de científicos hambrientos corriendo como si la comida no fuera a ser suficiente. Yo me aturdía en medio del tumulto de caras de todos colores, pero lo que más me atormentaba era la algarabía de los diferentes idiomas que hablaban entre sí. Chinos con chinos, rusos con rusos, franceses con franceses. Ohhh Dios, no escuchaba español por ninguna parte.

Cuando para ese primer día estaba a punto de desistir del almuerzo, me pareció escuchar algo muy parecido al español, y como un imán me acerqué para darme con la agradable sorpresa de ese par de guapos italianos con los que me podía entender. Nos saludamos con alegría, y me invitaron a compartir con ellos la mesa. Acepté gustosa, y desde ese almuerzo no nos separamos en toda la semana.

Al concluir el Congreso en Sapporo, con mis amigos Giuseppe y Julio intercambiamos dirección postal y números de teléfono, ellos los de Italia y yo los de Puerto Rico.
No habían pasado seis meses de mi regreso a la isla del encanto, recibí una comunicación desde Italia, con un sobre oficial de La Universidad de Padua. Ahhhh, el corazón me dio un vuelco de alegría. Mis amigos, investigadores en la Universidad de esa ciudad medieval, me extendían una invitación para trabajar con ellos en su laboratorio por el periodo de tres meses del próximo verano.

Sin pensarlo mucho allí fui a parar. La Universidad me ofrecía acomodo en una residencia en un barrio de clase media trabajadora vecina a la Facultad. El único inconveniente era que debía compartir la vivienda con un invitado del Departamento de Física de la Universidad Autónoma de México.

Acepté el acuerdo de compartir la sala, la cocina y el sanitario. Mala mía, pues tuve que sufrirme todos mis 12 domingos por aquellos lares el desagradable olor a mariscos en descomposición que se regaba por toda la casa cuando mi compañero de residencia, el físico mexicano, preparaba sesos rebosado religiosamente para su desayuno. Ufff, que olor infernalmente desagradable.

Ahora, después de muuuuchos años de aquella tortura dominical, pienso que a Chichi Che, mi room mate de la China por un año en Gainesville, le habría pasado la misma angustia cuando yo freía tocineta para mis desayunos. La vida nos da y nos quita, y les aseguro que jamás se ha borrado de mis cinco sentidos el insufrible olor a sesos revueltos en Italia. No me quejo pues llegué a tomarle gran cariño a mis compañeros. Y colorín colorado, este cuento de sesos y tocineta ha terminado.

Carmen Amaralis Vega OLivencia

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Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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