Crónica de una

ciudad insensata

Pío Baroja


Un insólito suceso ha sumido a los habitantes de la ciudad de A… en un estado de profunda agitación. Un vecino fallecido la semana anterior había nombrado al municipio heredero universal de todos sus bienes, con una condición: el ayuntamiento estaba obligado a restaurar el castillo sito en la mota que domina la urbe, de acuerdo con su traza original y hacer desaparecer el monumento a Cristo Rey que se había erigido en el centro del recinto amurallado. Si no cumplía el requisito en el plazo de un año a contar a partir de la muerte del testador, el patrimonio recaería íntegro sobre la cercana ciudad de B…, que podría disponer de él a su antojo.
El alcalde había reunido a los medios de comunicación para informar sobre tan extraordinario acontecimiento. Afirmó que nunca había oído hablar antes del señor X… y anunció que el valor de su donación era muy elevado, alrededor de cinco veces el presupuesto municipal. Respecto a si consideraba oportuno adir o no la herencia, el edil respondió prudente que no había tenido la ocasión de consultar a los miembros de la Corporación y que no podía dar una respuesta oficial. El legado era de tal magnitud que permitiría consumar las infraestructuras previstas en el plan quinquenal, sin necesidad de endeudarse y, además, abordar la construcción del metro, un proyecto que él consideraba de vital importancia para el desarrollo del territorio. Por contra, no escondía su preocupación por el impacto que la demolición causaría en la jerarquía eclesiástica y en las capas de la sociedad más impregnadas de fervor religioso.
Para los que no hayan visitado nunca la ciudad de A… diremos que la villa había sido una plaza fuerte de notable importancia, hasta que sus murallas fueron derruidas para facilitar el ensanche del burgo medieval. Situada en el extremo oriental de una hermosa bahía, la población se extendía al pie de un cerro, en cuya cima se había erigido un castillo, sobre las ruinas de una antigua fortaleza de origen incierto. Sesenta años antes ─en un periodo de exaltación del fervor religioso activado por el poder central para hacer olvidar al pueblo su pasado liberal─, las autoridades habían decidido levantar una efigie de Cristo Rey dentro del castillo y, en la cripta, alojar una capilla. Era una edificación de enormes proporciones que se hacía visible desde cualquier punto. El cronista que cubrió el acto de inauguración lo bautizó como El Cristo de la Mota, apelativo que se ha mantenido hasta nuestros días.
Cuando se divulgó la noticia, la gente quiso conocer detalles sobre la vida y milagros de tan curioso personaje. Su albacea testamentario
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─un abogado de prestigio─ había sido su compañero de clase en el colegio de los Hermanos Cristianos y dio la siguiente información:
Al terminar el bachillerato, el señor X… ingresó en la Escuela Oficial de Náutica de la ciudad de B…; siempre demostró una gran afición por el mar y su carácter romántico y soñador le inducía a correr aventuras y explorar nuevas latitudes. Era un buen estudiante y tenía una notable facilidad para entender el mundo abstracto, sin desentonar en lo práctico.
Ya graduado, cumplió el servicio militar en la Marina; fue destinado a la base naval Oeste, donde pasó quince meses empleado en tareas administrativas. Una vez licenciado, fue contratado por una compañía naviera y embarcó en un petrolero que hacía el servicio en el mar Caribe, entre Maracaibo y Houston. Era un trabajo duro pues el buque sólo hacía escala en puerto durante unas horas, las justas para cargar o descargar el crudo y reponer combustible. Pero estaba bien remunerado y eso le permitió acumular un pequeño capital durante los cinco años que estuvo ocupado en ese empleo.
La propia compañía le ofreció el cargo de segundo de a bordo en un mercante que prestaba servicio en el océano Pacífico, entre San Francisco y Hong Kong, con escalas en Tokio, Shangai y Taipei. Más tarde, fue nombrado capitán y, al mando de un nuevo barco, amplió la ruta hasta Singapur y Malasia, recalando en todos los puertos de la costa Este de Asia.
En Hong Kong, conoció a su esposa: era la hija única de un armador chino. Cuando se casaron, él tenía treinta y cinco y ella apenas veinte. Se fueron a vivir a San Francisco y compraron una magnífica mansión en Berkeley. Nuestro hombre dejó de navegar y se dedicó a operar como intermediario en el comercio marítimo de buques que transportaban mercancías entre la costa Oeste de Estados Unidos y los puertos de Asia Oriental. El negocio fue próspero durante muchos años. Por aquella época, el tráfico entre los dos continentes se había incrementado ostensiblemente y los fletes habían subido de tal manera que los intermediarios engrosaron sus beneficios en forma exponencial.
No tuvieron hijos y cuando ella murió, decidió volver a su cuna para esperar el instante de reunirse con su amada. Liquidó la empresa y se hizo propietario de una fortuna considerable, ya que la vendió a un precio excepcional.
A su regreso, se compró un piso cerca del puerto y, tras su primera visita, iba a verle con regularidad. Hablaba con frecuencia de Wei ─así se llamaba su esposa─ y se dejaba llevar por los recuerdos, demostrando el profundo amor que por ella había sentido,
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Al no tener sucesores, sabía que el fisco se iba a quedar con su hacienda y eso le quemaba las entrañas. Quería que, a su muerte, sus bienes fueran a parar a alguna institución benéfica cuya finalidad fuera de su agrado. Mas tenía sus dudas. No se fiaba de las ONG’s: había sido miembro de una en San Francisco que había resultado un fiasco. Prefería legar sus bienes a algún organismo local para que se utilizara en el mejoramiento de su patria chica. Era como una deuda que tenía pendiente con el lugar que le había visto nacer. Su deseo era donar una parte del patrimonio a su ciudad natal y otra más modesta a la de B..., de la que guardaba un recuerdo excelente de su etapa de estudiante; pero no sabía cómo hacerlo.
Recelaba de los políticos, a los que consideraba personajes mediocres que no valían para otra cosa. Defendía, sin embargo, a los funcionarios y opinaba que ellos deberían ser los auténticos gestores del presupuesto y aquéllos limitarse a definir las líneas generales de la actuación municipal, aprobar los gastos del ejercicio y controlar su correcta aplicación.
Se había comprado un velero y lo tenía amarrado en el puerto. Le gustaba navegar a vela; partía de madrugada y hacía travesías que duraban varios días. Por la noche, atracaba en algún puerto del litoral y dormía a bordo. En verano, si el sol lucía y la mar estaba en calma, fondeaba el barco en la bahía y allí permanecía horas enteras leyendo un libro y dándose un chapuzón. Desde esa atalaya, contemplaba turbado la estatua del Cristo: no lograba conciliar su forma arrogante con el entorno en que se alzaba; su sentido estético sufría al ver la silueta elevarse en vertical sobre el perfil oval de la montaña.
Reconoció que el santuario no era rincón de su devoción. En su adolescencia, un cura le había impuesto la penitencia de subir al Castillo de la Mota descalzo, entrar en la capilla de rodillas y rezar un Rosario completo; todo eso por haber confesado que salía con una chica y que le había tocado los pechos. Cumplió la pena; subió el monte y llegó a la cima con las plantas de los pies en carne viva, ya que el camino estaba lleno de guijarros. Entró al templo y se arrodilló ante el altar; tras rezar los quince misterios y la letanía, permaneció allí un buen rato, dolorido, humillado, con la impresión de haber recibido un castigo abusivo. A raíz de eso, dejó de confesarse los sábados y tan sólo asistía a los oficios religiosos del domingo en el colegio porque era obligatorio. Cuando terminó el bachillerato, no volvió a pisar el interior de una iglesia, ni siquiera para asistir a un funeral. Sentía una aversión severa hacia la jerarquía eclesiástica y reprobaba el boato que rodeaba la liturgia de la Iglesia Católica. Mas no se consideraba ateo:
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“Si Dios existe ─decía─, Él me ha dado el cerebro y la capacidad de pensar y yo tengo la obligación de utilizar esa facultad con sana intención. Si tal hago, no puedo comprender que exista un Ser que no haya tenido principio, Creador del Universo en que vivimos; pero, al revés, no entiendo cómo ha podido ser creado ese Universo de la nada. Por lo tanto, me declaro impotente para solventar la cuestión”.
Su ideario era firme y no admitía la prueba de la Fe:
“Si Dios nos ha concedido el don de razonar, estamos obligados a hacerlo; prescindir de esa potestad sería ir contra su Voluntad. No sería honesto acudir a la Fe y consentir un artificio que se opone a la Razón. La contradicción entre Razón y Fe no tiene arreglo”.
Al final, tomó la decisión que el lector ya conoce y el testamento quedó depositado en la notaría días antes de Navidad. A partir de ese momento, se redujo la frecuencia de sus visitas. La última vez que fue al despacho contó que había sacado el barco a tierra para limpiar el casco, de cara al verano que estaba próximo. Falleció poco antes del solsticio; la mujer que se ocupaba de la limpieza de su casa encontró su cadáver en la cama. El forense dictaminó que había sufrido un infarto por la noche y que se había ido sin apenas enterarse. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas, arrojadas a la bahía, sin celebrar ceremonia religiosa alguna.
La prensa local había dado prioridad a noticia tan singular y los tres rotativos habían destinado sus páginas principales a informar a sus lectores de tan sorprendente legado y de sus consecuencias, si bien la interpretación que cada uno daba difería a tono con el color político que patrocinaba.
En su editorial, La Razón juzgaba que, con tal aporte económico, el ayuntamiento tendría recursos para llevar a cabo las inversiones pendientes de realizar, aminorar la carga fiscal de los más necesitados y activar una política social capaz de reducir la pobreza de la población. Razonaba que el castillo retomaría su primitivo aspecto medieval y que se podría fundar un museo histórico-militar, apto para atraer a numerosos turistas. El partido Socialista ─al que pertenecía el regidor─ apoyaba esta tesis.
El partido Conservador defendía lo contrario y La Nación se hacía eco de su parecer. En su primera página, el diario tradicionalista mostraba su indignación por el contenido de la oferta y apelaba a la conciencia moral de los ciudadanos para evitar que se consumara un agravio a la fe cristiana y un atropello a la voluntad del pueblo. Recordaba que la efigie se había erigido con el beneplácito de sus moradores y financiado con las limosnas de los fieles.
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Los dos grupos políticos eran de ámbito nacional y recibían un porcentaje similar de votos, en torno al 40%. Los resultados de las elecciones se repetían con regularidad y los dos partidos obtenían un número semejante de escaños en el consistorio; lo único que estaba en juego era quién conseguía la mayoría y, por tanto, el derecho a proclamar el presidente de la Corporación, pues habían llegado a un acuerdo, por el cual su nombramiento correspondía a la formación que más votos conseguía en los comicios.
El partido Radical era el tercero en la discordia. Tenía carácter local y jamás superaba el 20%. Su programa aspiraba a conseguir una reforma del orden político con objeto de obtener una plena autonomía legislativa, económica y fiscal, así como el reconocimiento de la lengua vernácula. La Región ─su portavoz─ justificaba la demolición del monumento por el cómo y el porqué de su origen. Argüía además que la sociedad había perdido el espíritu cristiano de antaño y que muy poco público lo visitaba, aun habiendo un servicio de autobuses con frecuencia horaria.
El pacto entre socialistas y conservadores siempre dejaba a los radicales fuera del equipo de gobierno, a pesar de que éstos ofrecían su alianza a uno y a otro, a cambio de alguna concejalía. Al no conseguirlo, rechazaban todas las propuestas que se presentaban a votación en la cámara, con lo cual ningún proyecto salía adelante, ya que tampoco lo respaldaba el partido de la oposición. Nada importante se había hecho en los últimos veinte años y lo peor era que nadie parecía darse cuenta del desastre que se venía encima. Las pocas voces que clamaban por tamaña obcecación apenas eran escuchadas y sus titulares, tildados de alarmistas o ingenuos, si no de chiflados.
Mientras tanto, los vecinos se sentían satisfechos; habían asumido que vivían en la ciudad más bonita del mundo y se lo creían de verdad. Recibían con agrado las lisonjas que los turistas tributaban a la urbe: la belleza de su entorno natural; sus calles bien trazadas; y su cultura culinaria. Eso era lo único importante y lo demás estaba de sobra.
El presupuesto ─como había que gastarlo─ se despilfarraba en arreglar calles, crear nuevas rotondas, cambiar el sentido del tráfico rodado y modificar aceras. Las arterias principales y muchas secundarias se habían dotado de carriles-bici, lo que había reducido notablemente el espacio destinado a la circulación de automóviles; un problema que se agravaba de continuo con la puesta en marcha de nuevas zonas peatonales y la consiguiente pérdida de plazas de aparcamiento. Algunos vecinos aplaudían la medida pero otros muchos estaban asqueados. Un creciente malestar amenazaba la convivencia ciudadana; los conductores aparcaban los vehículos en
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cualquier parte y su agresividad había aumentado de forma alarmante; la cortesía se había perdido y un simple altercado de tráfico era motivo de una trifulca que terminaba en insultos y palabras soeces, si no en una agarrada. La hostilidad de la comunidad hacia el concejo iba en aumento.
Por el contrario, en la ciudad B…, sólo existían dos partidos políticos, los dos de ámbito nacional, que se repartían los votos al 50%, de manera que la formación que obtenía una ligera ventaja tenía asegurada la mayoría absoluta. Así habían construido una línea de metro cuyos trenes circulaban con puntualidad; un superpuerto que canalizaba el tráfico marítimo de mercancías de la región; un espléndido palacio de congresos que montaba certámenes con frecuencia regular; y un aeropuerto que conectaba con las principales capitales europeas. A la vera de tal actividad económica, se habían establecido varios hoteles de cinco estrellas pertenecientes a cadenas internacionales y otros muchos de categorías más modestas que aseguraban al visitante un alojamiento acorde a su condición. Ya nadie discutía la supremacía de B… como centro financiero, comercial y cultural de la región.
Personajes relevantes de A… habían alzado su voz en los medios de comunicación para alentar al consistorio a aceptar las condiciones del testamento. Era inaceptable ─decían─ que se perdieran unos recursos financieros tan importantes y pedían a los dirigentes que se aviniesen, ya que, de nuevo, las opiniones estaban repartidas.
El pueblo también estaba dividido: unos anteponían el interés de la ciudad a cualquiera otra consideración y pensaban que el requisito se podía obviar trasladando la estatua a alguno de los montes de los alrededores. Otros consideraban que la figura era un símbolo sacrosanto de profundo arraigo, cuyo derribo era un ultraje a la sensibilidad de la mayoría.
Persuadido de la discordia, el alcalde había propuesto a la Corporación someter el acto a la aprobación pública mediante un referéndum con una pregunta escueta: “¿Está Vd. de acuerdo en desplazar el monumento a otro emplazamiento emblemático en la cima de alguno de los montes que rodean la ciudad?”.
Los conservadores estaban indignados y mostraban su repulsa a la consulta. Los grupos reaccionarios, auspiciados por la jerarquía eclesiástica, se habían unido para convocar concentraciones públicas en contra del plebiscito. La primera manifestación tuvo lugar el sábado y la participación fue multitudinaria. Pero los socialistas no se habían dormido y, aliados con los radicales, habían convocado otra para el domingo que resultó ser tanto o más nutrida que la de la víspera.
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Los periódicos del lunes daban las cifras de participación conforme a sus intereses. La Nación decía que la del sábado había tenido doble representación que la de del domingo y La Razón decía exactamente lo contrario. La Región concedía que las dos habían sido de la misma magnitud, si bien apuntaba que, en la del sábado, se había observado la presencia de un contingente numeroso de personas residentes en la ciudad rival. Al parecer, el Ayuntamiento de B… había puesto a disposición de sus habitantes varios autobuses y les había aleccionado para que apoyaran la opción de mantener la actual ubicación.
Durante la semana previa a la consulta, la tensión fue en aumento y se produjeron enfrentamientos serios entre los dos bandos que se habían formado a favor de una u otra postura. Hasta tal punto llegó el encono que la autoridad gubernamental tuvo que intervenir para prohibir las dos manifestaciones de signo contrario que se iban a celebrar el mismo día, a la misma hora y con un itinerario parecido.
El día del referéndum amaneció nublado. A media mañana, se levantó un fuerte viento del Noroeste y la lluvia no cesó hasta última hora de la tarde. Aun así, la participación fue muy elevada.
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La ciudad de B... festejaba a su patrón con inusitada alegría. La víspera, el alcalde había leído un pregón desde el balcón de la Casa Consistorial, para anunciar que el ayuntamiento había cobrado el importe de la herencia que el señor X... había donado a la localidad, al haber transcurrido el plazo de un año desde su muerte.
Afirmó el regidor que el cabildo había convenido destinarlo a financiar cuatro grandes proyectos: la creación de una segunda línea de metro que, con la ya existente, completaría la red de transporte subterránea de la urbe; la ampliación del aeropuerto con una pista para el aterrizaje de aviones de última generación capaces de duplicar el pasaje; la construcción de un nuevo muelle en el superpuerto para permitir el atraque de grandes paquebotes y el consiguiente arribo de turistas de alto nivel económico; y el traslado del recinto ferial a las afueras de la villa, lo que haría posible alzar un pabellón moderno bien equipado para organizar ferias y exposiciones de carácter internacional y liberar un vasto territorio en el centro para edificar vivienda social.
Finalmente, el alcalde solicitaba a sus súbditos la presencia al día siguiente ─festividad de San Juan─ en la plaza Circular, donde a las doce de la mañana se iba a descubrir el busto del señor X..., una escultura en bronce de gran tamaño ─obra de un artista de renombre
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mundial─ con el que se pretendía honrar la memoria de tan ilustre prócer.
Había amanecido y los trasnochadores empedernidos apuraban el último trago antes de irse a dormir. De pronto, las paredes de los pocos bares que permanecían abiertos comenzaron a temblar, las mesas y las sillas a desplazarse descontroladas y los mostradores, a quebrarse y a hundirse. A esa hora, pocos se dieron cuenta de que un seísmo era la causa de tal perturbación.
A la mañana siguiente, la noticia se propagó por toda la población: un terremoto de magnitud 6,3 en la escala de Richter había hecho temblar el país y causado daños de intensidad variable. La ciudad de B… no había sufrido ninguna avería importante, pero no así la de A…, que había recibido tres sacudidas violentas, lo que había ocasionado destrozos de cierta consideración. El fenómeno había sido particularmente enérgico en el cerro de la Mota y la estatua de Cristo Rey había sido engullida por la montaña. Una profunda aflicción había invadido a su vecindario y quien más quien menos se lamentaba de que el accidente no hubiese ocurrido unos días antes…
Al principio los habitantes de B… se sintieron conmovidos por la desgracia; pero, tras constatar que no había habido víctimas, un sentimiento divertido invadió a la población y la ceremonia de inauguración tuvo lugar a la hora prevista, ante el jolgorio de la muchedumbre que había acudido al evento. La chanza se había generalizado y la plebe recitaba complacida una coplilla que algún ilustrado había compuesto en tono burlón y que resumía con buen tino el destino fatal que aguarda al que se queda dormido y ninguna decisión toma:
El Cristo se ha fugado El dinero se ha esfumado Sigue mirando tu ombligo Do vive el tiempo perdido

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Comentario

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PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el septiembre 27, 2020 a las 3:42pm

¡Pío Baroja, sin duda querida Ángeles, es uno de los grandes narradores de nuestra lengua; gracias por tu lectura y comentario; feliz tarde dominical!


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el septiembre 27, 2020 a las 2:18pm

¡Gracias, Críspulo, por esos aplausos que remito a Pío Baroja, el autor español de la Generación del 98'; feliz tarde de domingo, amigo!


PLUMA ÁUREA
Comentario de Benjamín Adolfo Araujo Mondragón el septiembre 27, 2020 a las 9:27am

¡Maravillosa interpretación teórica de quién fue Pío Baroja, querida Aimée; espléndida lectura y el destacado lo remito, así sea póstumamente a este brillante narradpr español de la generación del 98, como bien dices; gracias y muy feliz inicio de semana amada Aimée!


PLUMA BRONCÍNEA
Comentario de Ma de los Angeles el septiembre 27, 2020 a las 9:00am

SIN DUDAS ESCOGISTE UN  BUEN PUNTO PARA CONOCER.

GRACIAS POR LA CULTURA.


PRESIDENTE HONORARIO
Comentario de Aimee Granado el septiembre 26, 2020 a las 9:08pm

Interesante aporte que nos dejas para revisar aspectos de la vida de un artífice de la literatura.

¡Grande Pío Baroja! Miembro de la llamada Generación del 98, así su vida se convierte en crónica de toda una generación española, ligado a los dilemas, las contradicciones y la insensatez.

Pío Baroja es, sin duda, el primer novelista de su generación que pone en tela de juicio los fundamentos del pueblo, se desata en improperios cuando evoca la mentalidad de la gente, el sistema político o la religión católica.

Tal conducta engendra no solo a simpatizantes sino también a detractores, a pesar de la calidad insospechable de sus obras. En estas, viene planteado de manera diferente el problema de su país con mucha libertad.

Frente a la opinión de algunos intelectuales que denominan su estilo como la técnica del improperio, se defenderá afirmando que lo único que ofrece es una opinión radical y sincera del ambiente en el que vive. Este desacuerdo con el medio forja una imagen de misantropía y soledad del autor que él mismo se encargara de fomentar desde la tribuna de sus escritos literarios. Sin embargo, hoy día está considerado, dentro y fuera de su patria, como el principal novelista de la España de su época y además, el más universal, puesto que se erige en uno de los primeros escritores que, con sus ideas teóricas sobre la novela, insufla vida a un género que agonizaba, tras la irrupción de ideas deshumanizadoras en el panorama estético durante la primera mitad del siglo XX.

La imagen que se tiene de Baroja es la de un autor intuitivo y desordenado, que parece dejar a un lado la técnica y las reglas de composición en el arte, a favor de una escritura espontánea cercana al estilo conversacional.

Gracias amigo Benjamín, por motivarnos a acercarnos a la vida de este exponente de la Literatura Universal.

Como siempre tus aportes son maravillosos.

Ando revisando  cada texto  para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.

Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.

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